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Historia de la agricultura y ganaderia de Argentina

Desde sus comienzos en el siglo XVI, la ganadería ha sido algo así como un sello distintivo de Argentina, al cual vino a sumarse —pero en este caso en las postrimerías de la centuria pasada— su condición de «granero del mundo». He aquí, condensadas, las dos actividades que, en el plano internacional, simbolizan a este país. Sólo en el siglo XX, especialmente después de 1930, se acrecienta la industrialización, hecho que coincide con un notable desarrollo interno y que tiene su reflejo en el crecimiento ininterrumpido de las ciudades.

 

Podría decirse, pues, que sucesivamente, el país ha conocido una estirpe agropecuaria y luego un cuadro urbano conductor, que incidieron profundamente en la constitución de las clases sociales dirigentes que surgieron en ambos marcos: oligarquía terrateniente, burguesía urbana, grupos profesionales…

 

Este proceso se liga íntimamente a un estilo de vida pampeano, que arranca con la llegada de los españoles y conjuga una verdadera vocación pastoril en un inmenso escenario apto para esa actividad. Los equinos, vacunos y ovinos traídos por los conquistadores se reprodujeron, diseminándose libremente por la Pampa. Este ganado, llamado cimarrón (sin dueño), fue objeto en los siglos XVI y XVII de una verdadera caza, mediante las llamadas vaquerías, autorizadas por el cabildo. Grupos organizados mataban a los animales sólo para aprovechar el sebo y el cuero, y el resto era abandonado. Como resultado de esta modalidad irracional aparece ya un comercio apreciable, especialmente de cueros, y desde 1605 se registran exportaciones con promedios anuales de 75.000, y aún de 150.000, entre 1715 y 1753.

 

Poco a poco se va legalizando la posesión de la tierra, como un elemento que otorgaba prestigio y riqueza, al mismo tiempo que algunos rebaños son legitimados por sus dueños. La repartición de solares, quintas, chacras y estancias era de rigor, en beneficio de los conquistadores, cuando se fundaba una ciudad, cuyo núcleo constituía el punto de partida de la delimitación.

 

Tanto los primeros faeneros, a cargo de las vaquerías, como los poseedores de tierras que formaron desde el principio una suerte de estancias, gestaron una concepción de la vida que echará raíces profundas en el ser argentino e influirá considerablemente en el plano social. Ha sido definida por el sociólogo Juan Agustín García en términos que son clásicos: «En Buenos Aires prefieren el pastoreo; un modo de trabajo fácil y entretenido, de acuerdo con sus preocupaciones tradicionales y aristocráticas. En 1740, de los 10.000 habitantes sólo 33 eran agricultores. La agricultura es oficio bajo. En la madre patria arar la tierra es tarea de villanos y siervos; en América, de tontos». Se fue gestando así un sentido casi de nobleza, vinculado a la práctica de una tarea señorial emocionante —casi un deporte— de la que participan los señores y la servidumbre.

 

Esta estructura, basada en el domino de la propiedad rural, alcanzó su expresión más poderosa en la segunda mitad del siglo XIX.

 

Las concesiones de tierras, ya desde el siglo XVI, permitieron la existencia de pequeñas estancias. Muchas se dedicaban a la cría de caballos y mulas, ya que el tráfico comercial de la época destinaba estas últimas al aprovisionamiento de la minería del Alto Perú, especialmente a la plata de Potosí. Las propiedades eran delimitadas por accidentes naturales y adquiría valor el llamado «rincón», junto a ríos o aguadas, que facilitaba la labor de reunir los animales.

 

A mediados del siglo XVIII, la caza del cimarrón es ya definitivamente reemplazada por la estancia, con su ganado señalado y su derecho legítimo de dominio del suelo. La importancia de este siglo y el impulso notable que confirió a la gran propiedad están en estrecha relación con el comercio marítimo, con las corrientes de ventas a otros países. Al cuero, que domina en la comercialización hasta la mitad de la centuria, se sumó a fines del siglo —primeros embarques en 1785— el tasajo, con la instalación de los saladeros, en vista de la demanda de Brasil y de Cuba, con destino sobre todo a los esclavos. La era del saladero ocupa buena parte del siglo XIX, con la construcción de establecimientos especializados, e incluso —aunque ya en pugna con los envíos de carne enfriada o congelada— continúa hasta principios del siglo XX.

 

Este es el lapso de consolidación de una clase poderosa, que une los intereses ganaderos a los del puerto. Los negociantes más prósperos permanecían vinculados a sociedades españolas y muchos de ellos disponían también de estancias valiosas, cuyas dimensiones superaban las 20.000 hectáreas. El estanciero solía radicarse en la ciudad. Esta aristocracia terrateniente forja, en estas circunstancias, verdaderos imperios familiares, algunos de los cuales perduran hasta nuestros días. A la par que comerciantes independientes y armadores portuarios desempeñaron un papel decisivo en lo económico y político, que continuará incluso después de lograda la independencia nacional.

 

Entre 1820 y 1840 aparecen otros modos de apuntalamiento de la gran estancia, distintos de las concesiones reales del período hispánico. Tal cosa sucede con el instrumento legal representado por la ley de enfiteusis de Rivadavia, que favoreció la concentración latifundaria, o el sistema de ventas y gratificaciones que instauró Juan Manuel de Rosas, antecedente de otros procedimientos similares relacionados con la campaña del desierto (1879-1883), que adquirieron parecida gravitación en el panorama del predominio de la gran propiedad, que se mantuvo durante toda la extensión del siglo XIX.

 

Se arribó así al dominio incontrastable de la ganadería y de la estancia de enormes dimensiones. En 1840 según la carta geográfica de Arrowsmith, 160 estancias bonaerenses ocupaban más de 2.000 leguas (5.250.000 hectáreas) y 293 personas poseían 3.486 leguas (8.600.000 hectáreas). La omnipotencia del estanciero se magnifica en un desequilibrio profundo con respecto al trabajador rural, de vida insegura, impedido de poseer tierra, obligado al trabajo rural mal remunerado o, caso contrario, protagonista de una errante marcha hacia el infinito horizonte pampeano. Las disposiciones legales amparaban al gran propietario y aumentaban la desdicha del gaucho, como lo testimonia elocuentemente una de las obras cumbres de la literatura argentina, el Martín Fierro.

 

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